Las mujeres by T. C. Boyle

Las mujeres by T. C. Boyle

autor:T. C. Boyle [Boyle, T. C.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2009-01-01T05:00:00+00:00


Capítulo 5

EL NIDITO DE AMOR

Si era así como querían jugar, sucio, igual que gatas con las uñas fuera, pues bien, ella también sabía. Se pasó tres días enteros encerrada en la penumbra de aquel cuarto asfixiante mientras Frank intercedía por ella, y la enana corta de entendederas que tenía por doncella —que no tendría más de dieciséis años y era más fea que un rábano, aparte de sosa y tonta—, le traía té helado, limonada y tartas. Tuvo todo el tiempo del mundo para rumiar, y bien que rumió. Y qué descaro el de aquella bruja, la señora Breen, ese adefesio, ese saco de huesos con acento irlandés de advenediza que se paseaba por la casa como si fuese la dueña, y ¿qué había tenido la desfachatez de decir cuando ella le había pedido una simple ensalada bien aliñada y un emparedado de pollo frío con un poco de mayonesa y una rodaja de queso que no oliese a establo? «Señora, yo no soy la criada de nadie, de modo que si quiere sus vituallas fuera del horario regular de comidas, tendrá usted que servirse como todo el mundo». «Vituallas», «horario de comidas»… Había tenido que contenerse para no arrancarle la trompetilla de esa odiosa garra reptiliana y partirla en dos sobre su rodilla.

Y la madre… Eso sí que era una vieja dragona agazapada sobre su tesoro como no había visto otra igual. Desde el momento en que la una había puesto los ojos en la otra, en aquel salón tan exquisito, con todas las cosas de Frank dispuestas como en un museo (y lo era, en realidad era un museo, tan bello y conmovedor como cualquiera), habían sentido una antipatía mutua y un escalofrío, como si una pared de hielo, un glacial milenario, se hubiese interpuesto entre ambas. Frank la había acompañado del brazo a la habitación y antes de tener ocasión de recobrar el aliento —ante toda aquella inusitada belleza—, allí estaba la madre como resucitada de entre los muertos, alta, huesuda, pelicana, con la mirada reprobatoria y la boca cerrada a cal y canto, tan apretada que se preguntó si le quedaría algún diente. «Enchantée», había murmurado Miriam dándole la mano, pero la anciana no había respondido nada, se había limitado a mirar a Frank y a comentar, con un tono como si estuviese quitándose el barro de las botas: «¿De modo que esta es la parisina? —Solo entonces miró a Miriam a los ojos y le preguntó—. ¿O debería decir parisina de Tennessee?».

Tres días. Que se las llevase el diablo, que se los llevase a todos. Para el caso habría preferido estar en Taos, libre de todo aquel enredo y toda aquella animadversión, y cerró los ojos al vacío del techo y se vio danzando en un campo de florecillas silvestres en la fresca y diáfana luz de escultor propia de la alta montaña, con los brazos extendidos y la seda blanca y pura revoloteando a su alrededor con la brisa. Pero Frank no estaba en



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